Poner un precio

En un callejón del barrio de Maderas Nobles, una zona de Alterna de nombre engañoso, cuatro hombres discutían.

No discutían entre los cuatro sino que se encontraban divididos en dos bandos. Por un lado un hombre delgado y de escasa estatura vestido con vaqueros y una gruesa camiseta de manga larga era escoltado por otro sujeto. Este último, aunque mostraba cierto grado de obesidad, era a todas luces fuerte y grande. Vestía una sudadera con capucha y pantalones de deporte de un  gris tan oscuro que en aquella penumbra parecían de color negro. Por otro lado había dos hombres de complexión media, uno de cabello castaño y el otro negro que vestían casi exactamente igual. Llevaban vaqueros, deportivas discretas, camisa y chaquetas, vaquera en el caso de la del cabello castaño y de cuero la otra. Resultaba tan evidente que eran policías que sólo cabía pensar que se vestían así con la intención de parecer policías.

Estaban discutiendo un precio. Los agentes decían una cifra y el hombre más bajo, que parecía ser el líder, respondía con una más baja. Llegado cierto punto resultó evidente que unos no iban a bajar más y el otro no iba a subir, así que discutían por ver cuál de los dos iba a ser el precio.

Aunque discutir un precio siempre es un asunto de negocios, los precios que se discuten en un callejón a veces no tratan sobre bienes materiales.

A veces es una vida aquello a lo que se intenta poner precio.

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Uno más

No era una mujer a la que uno llamase preciosa de forma espontánea, aunque tampoco carecía de cierto atractivo. Era bastante joven para ser una supervisora, de poco más de treinta años, y aparentaba exactamente la edad que tenía. Era delgada pero de caderas anchas, lo que constituía casi todo su atractivo. Sus hombros eran demasiado amplios, aunque no exagerados, y su busto, si bien no estaba ausente, no resaltaba especialmente. Tenía un rostro que, de haber sido un poco más cuadrado, habría sido poco femenino y sus cejas, aunque finas, eran de un color ligeramente más oscuro que su cabello, haciéndolas parecer más gruesas. Lucía una nariz recta y bien formada, que aparecía escoltada por unos ojos marrones demasiado pequeños para llamar la atención y de movimientos lentos que no denotaban que hubiera una gran inteligencia tras ellos. Sus boca era la otra pieza de su atractivo, pequeña con labios carnosos y del grosor justo para resultar llamativos sin llegar a ser excesivos.

Aquellos labios, coloreados con un carmín rojo oscuro, se movían casi rítmicamente, como si lo que tenía que decir estuviese ensayado. Y probablemente lo estaba: Aquella mujer parecía no tener otro propósito en la vida que el de abroncar al personal a su cargo. Ya en varias ocasiones había provocado que ciertos empleados se despidiesen. Curiosamente, personal que la había contrariado de algún modo y llevaba mucho tiempo en la empresa, haciendo demasiado caro su despido. En esta ocasión, uno de los miembros de la junta observaba desde lejos con expresión ceñuda. Sigue leyendo

El novio del burdel

Se tomó una décima de segundo para reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir. Pudo hacerlo por dos motivos: volvía a tener suficiente riego sanguíneo en el cerebro; y no disponía de más tiempo.

Había ido al burdel de Matilda porque le habían hablado muy bien de él. Las chicas eran limpias, educadas y jóvenes, pero no demasiado. Le habían dicho que la dueña (detestaba que la llamasen «madame», y le habían avisado de ello), era una mujer de algo más de cuarenta (probablemente unos quince, pero nadie había tenido el coraje de preguntarlo) que había ejercido el oficio más viejo del mundo desde muy joven y que, de hecho, seguía ejerciendo con algunos clientes especiales. Por ello, su local tenía sólo a muchachas que estaban allí por voluntad propia y se aseguraba de que no les pasase nada.

– Bastante es que tu trabajo sea ser puta, como para que, además, tu trabajo sea una putada. – Se le había oído decir en varias ocasiones.

Y, seguramente, ese había sido su fallo. Haber ido a un lugar donde las chicas estaban porque querían estar. Porque una persona desesperada hace lo que le pidan. Quien sabe que tiene opciones, puede permitirse no ceder en ciertos puntos. Y la chica no había querido ceder en lo que él quería.

Era consciente de que era algo raro. De hecho, ninguna mujer a la que no estuviese pagando había aceptado hacerlo. Sin embargo, aquella chica se había negado, incluso después de ofrecerle más dinero, así que se había puesto un poco desagradable con ella, o eso creía. Ahora que pensaba en ello, se había puesto algo más que desagradable, casi violento. La chica había gritado y apenas habían pasado unos segundos cuando oyó el sonido de la puerta de la habitación al abrise. Se giró y sólo pudo ver un enorme puño eclipsando toda su visión, el cual, tardó en golpearle la décima de segundo que había consumido en pensar cómo había acabado así. Sigue leyendo

Allí donde la ley no alcanza

Era la primera vez que le perseguía un policía tan rápido.

Y no era la primera vez que le perseguía un policía, ni de lejos. Al historial de Agustín le sobraba la «l», se podrían haber escrito tres tratados sobre la maldad del ser humano basándose sólo en su carrera profesional, y de cada uno de ellos se podría sacar material para una vida dedicada a escribir novela negra.

Había saltado una valla cerca del instituto Bellas Luces y había obligado a los maderos a seguir a pie, lo que le había permitido echarles un vistazo rápido. Uno de ellos era de complexión delgada y bastante atlético y, en principio, era el que le había perseguido más tiempo. Al otro apenas lo había visto un instante, pero le pareció que tenía el tipo de complexión que hace que la gente quiera estar en el mismo bando que él si se monta un tumulto. O eso, o simplemente era un devorador de donuts, cosa que le había parecido probable, porque lo había perdido de vista en el callejón que había detrás del restaurante chino Dragón Divino («¿hay algún restaurante chino que no nombre dragones o divinidades?», se había preguntado al pasar por delante).

Sin embargo, al meterse a través del bloque de apartamentos abandonados frente al parque Poeta Eladio Monroy, ya habiendo despistado al más delgado, el más corpulento había vuelto a aparecer. Y no entendía cómo podía haberlo perdido en primer lugar, puesto que el maldito había resultado ser mejor atleta que su compañero.

Saltó una no muy ancha, pero profunda caída que había entre los apartamentos abandonados y el terreno de detrás, lo que solía ser suficiente para disuadir a la mayoría de perseguidores. Miró atrás mientras corría para ver si le había servido de algo y se encontró con que el policía no sólo había saltado, sino que lo había hecho antes de lo que él creía y había recorrido una considerable parte de la distancia que les separaba.

Pero en ocasiones ocurren milagros. A menudo olvidamos que un milagro es simple y llanamente un hecho improbable, y los atribuimos a benévolos poderes superiores por ser hechos de maravillosas consecuencias. Y no siempre es así, a veces los milagros aparecen para auxiliar a quien menos lo merece. Ante Agustín apareció, sin más vigilancia que la de un chico que había subido a un árbol, una bicicleta. Echó un vistazo por encima del hombro y evaluó los riesgos, se vio con tiempo y echó mano del vehículo mientras el chaval gritaba por la pérdida de su posesión más preciada.

Empezó a pedalear desesperadamente mientras oía las atronadoras pisadas de su enorme perseguidor y casi podía sentir cómo una manaza enorme le agarraba. Sin embargo, fue suficiente. Poco a poco, notaba como los pasos del policía quedaban más atrás, aunque no parecían disminuir en ritmo ni fuerza.

Llegó a la valla de rodeaba el terreno y se planteó lanzar la bicicleta por encima, pero un rápido vistazo le hizo advertir que era posible que la ventaja adquirida con esta no fuese suficiente para ello, y trepó con dos ágiles movimientos, cayendo en una acera de una amplia calle de un polígono industrial.

Cruzó la calzada desierta para llegar, al otro lado, a un callejón entre dos edificios en el que esperaba encontrar ramificaciones laberínticas que le diesen alguna ocasión de perder a su perseguidor. El sonido sordo de las botas de este al saltar la valla y la quemazón que empezaba a sentir en pulmones y piernas le decía que perderlo era una opción viable, dejarlo atrás, no.

Cuando llegó al final del estrecho pasillo entre las dos naves, giró y se alegró de ver que empezaba un nuevo callejón con varias salidas, lo que le creaba la ocasión de que el policía se equivocase en algún giro. Pasó las dos primeras salidas y, tras confirmar que el policía no le seguía, tomó la tercera.

Se escondió detrás de un contenedor y aprovechó unas bolsas de basura para cubrirse con ellas. En parte por el olor, y en parte para evitar que le oyese, trató de bajar el ritmo de su respiración.

Era la primera vez que se escondía de un policía, siempre había sido más partidario de correr, y siempre había dejado atrás a los maderos, o le habían cogido. Sin embargo, en esas ocasiones, no era porque le alcanzasen, sino porque había alguno esperándole delante. Cuando hubo calmado el sonido de su propia respiración, empezó a escuchar los pesados pasos del agente, que había dejado de correr y se dedicaba a mirar por todos los callejones con sumo cuidado. Casi esperaba escuchar una llamada de radio, pidiendo refuerzos o una unidad canina, pero no, simplemente caminó durante cerca de un cuarto de hora, hasta que pareció darse por vencido y empezó a escuchar como sus pasos se alejaban.

Fue prudente y esperó otro cuarto de hora sin escuchar ningún sonido antes de atreverse a salir de debajo de su maloliente disfraz. A pesar de que se sentía bastante a salvo, no quiso arriesgarse y prefirió ser sigiloso. Estudió el callejón en el que se encontraba: Había dos puertas, cada una de ellas con el sello de una empresa de seguridad, y que daba a una nave diferente; En un extremo, estaba el lugar por el que había venido y, en el otro, una larga escalera que daba a la azotea.

Dado que no quería hacer saltar alarmas, ni volver por donde había venido sin antes echar un vistazo, eligió la escalera. Trepó escalón a escalón apenas haciendo ruido, y llegó a la azotea con la musculatura tensa por el esfuerzo de trepar tan despacio.

Una vez arriba, observó un entorno compuesto por siluetas. La luz de las farolas no llegaba allí arriba y la luna, llena, asomaba tímidamente detrás de uno de los rascacielos de Alterna, derramando la luz justa para poder ver el contorno de las formas. Pudo ver entradas de ventilación, dos accesos que daban a las escaleras interiores, y algunos tragaluces. Pudo ver los apartamentos en obras que había cruzado en su huida y decidió asomarse por aquel punto, para comprobar que su perseguidor no estuviese rondando la zona.

Sin embargo, al moverse, pudo advertir que había alguien más en aquella azotea, mirando en la misma dirección en la cual él quería echar un vistazo, y que había estado oculto hasta ahora por uno de los accesos a las escaleras. Sus pasos en la grava, aunque leves, habían alertado a la figura sombría, que se giró con una parsimonia que debía ser deliberada, por su dramatismo. La silueta era imponente: Unos hombros anchos estaban a cada lado de un cuello firme que sostenía una cabeza que se separaba casi dos metros del suelo; La silueta de su cara no reveló unos labios, signo de que llevaba la cara tapada; Sus brazos, gruesos, terminaban en unas manos grandes que se abrían y cerraban rítmicamente de forma lenta, como un ejercicio para calmar la ansiedad; Se terminó de girar provocando un leve crujido en las piedrecillas que cubrían el suelo y la luna, como si hubiese conspirado para completar una escena pensada para infundir miedo, asomó por completo, provocando un reflejo que convirtió los ojos del agente en dos blancos puntos brillantes.

La lentitud del giro, el gesto de abrir y cerrar las manos, el quedarse mirando sin correr tras él inmediatamente… Todo era premeditado, hasta la luz de luna parecía premeditada. El propio Agustín había hecho alguna vez algo parecido para meter miedo a alguien a quien quería extorsionar, o para conseguir que alguna chica se resistiese menos cuando la tomase por la fuerza. Sabía que no era más que un paripé para asustar. Y, sin embargo, estaba asustado. No solo por lo efectista del despliegue, sino porque había entendido, al fin, que no había perdido a un policía que luego le había alcanzado: Había perdido a ambos y ahora le perseguía otra cosa.

Se giró y echó a correr sin destino ni plan alguno. Era el efecto del miedo, uno pensaba en un millar de cosas, menos en lo que tenía que pensar. Pensó, por ejemplo, en que corría el rumor de que había un justiciero, un vigilante, un tarado que había leído demasiados tebeos y, con un disfraz absurdo, máscara y capa, salía por las noches a perseguir a gente como él. Se había reído en su momento, pensando en lo ridículo que sería. Pero no era ridículo, era aterrador. No llevaba un disfraz absurdo, se disfrazaba de policía y, definitivamente, no llevaba una capa. Lo que sí llevaba era una máscara, y unas botas pesadas que provocaban terribles crujidos en la grava, crujidos que cada vez oía más cerca, hasta que, durante un instante, dejó de escucharlos.

Fue entonces cuando notó el impacto. Un cuerpo que debía rebasar holgadamente los cien kilos de peso, cayó sobre su espalda, haciéndole golpearse contra el suelo sin posibilidad de rodar. Cuando pudo volver a respirar, echó mano de su navaja, todavía ensangrentada, e intentó apuñalar a su perseguidor. Sin embargo, aún siendo un gesto automático en él, el impacto le había dejado aturdido y sin aliento, y su movimiento fue torpe y lento. Una enorme manaza enguantada rodeó la suya con la fuerza de un perno hidráulico. Ni siquiera se molestó en quitarle el arma, se limitó a apretar hasta que el crujido de varios huesos rotos confirmó que no sería capaz de empuñarla.

− ¿Qué te había hecho? − Preguntó el enmascarado.

− ¿Quién?

− El hombre al que acabas de apuñalar, ¿qué te había hecho?

Agustín sonrió, había oído que aquel loco tenía un corazón de oro y que no había matado a nadie. Aquel pensamiento disipó su miedo.

− Llevar demasiado dinero encima.

El delincuente pudo comprobar, de primera mano, que los guantes de su captor llevaban refuerzos de acero en los nudillos. Tragó algo, estaba bastante seguro de que era un diente, pero el golpe no le dejó suficiente sensibilidad en la lengua como para saber cuál.

− ¿Y ese es motivo para apuñalar a un hombre?

− Nah, eso fue porque no quiso dármelo.

La mano que le sostenía por la chaqueta apretó su agarre, lo suficiente para que el tejido vaquero le oprimiese los pulmones y notase que tenía, al menos, una costilla rota. Se forzó a sonreír, no era la primera vez que surgía un justiciero en Alterna, no era la primera vez que Agustín se encontraba con uno y este no iba a ser el primero al que esta ciudad engullese sin piedad.

» ¿Qué vas a hacer, pirado? Ya conocí a uno de los tuyos, con su rollo de ir donde la ley no alcanza, pero luego, no sois más que polis con la mano suelta… Venga, entrégame.

− No es una cuestión de ley, la ley no tiene nada que ver con esto, es justicia, yo soy Justicia.

− Justicia, ¡ja! No eres más que un tarado con una careta, un niñato que se cree que tiene superpoderes, entrégame o suéltame, y dame una paliza antes si eso te pone, pero casi ni has hablado y ya me has aburrido, decídete y cállate.

El vigilante levantó al criminal con una mano, suspendiéndolo en el aire. Este tuvo que admitir, para sí, que, si bien no era el primero, era el más impresionante. «Dos, qué cabrón», pensó, al recuperar la sensibilidad en la lengua y notar que le había partido dos dientes con el puñetazo.

− Creo que decido soltarte.

En un sólo instante advirtió lo cerca que estaba del borde del edificio y se dio cuenta de que su bravata era pura apariencia. Una apariencia tan conseguida, que incluso él había llegado a creérsela, pero una fachada, al fin y al cabo. El miedo volvió de pronto y su único alivio fue saber que duraría poco.

Mientras caía, el hombre que se llamaba a sí mismo Justicia observaba atentamente. Su rostro, parcialmente iluminado por la luz de luna mostraba una expresión compungida, no porque se arrepintiese de lo hecho, sino porque sentía lástima por el hombre que caía. Nunca había matado, pero no porque hubiese hecho ningún tipo de juramento, sino porque, hasta ahora, no había dado con ningún delincuente del que supiese que mereciese la muerte. Ahora, sin embargo, tenía una radio de la policía y acceso a sus bases de datos.

Tras el sonido sordo del cráneo de Agustín impactando con el suelo, la expresión del vigilante se relajó.

− Donde la ley no alcanza, me gusta.

Comerse las judías

Miguelito miraba el plato con desánimo. De verdad que no quería comerse las judías.

– Miguel, hijo, no importa cuanto las mires, para que desaparezcan, tienes que comértelas. Yo me las comía.

Por primera vez, desde que le pusieron delante el plato, el niño apartó la mirada con un sobresalto, y se quedó mirando a su padre, al que no había oído llegar.

– ¿Por eso estás aquí, porque te comías las judías?

Su padre soltó una sana carcajada.

– No, hijo, no, estoy aquí porque soy tu padre y te quiero. Y porque quiero que te comas las judías, para que crezcas fuerte y seas el hombre de la casa.

– Yo no quiero ser el hombre de la casa.

– Pero vas a tener que serlo, papá tiene que irse y mamá va a necesitar que su hombrecito esté fuerte. Mamá necesita que la cuides y que la quieras. ¿Quieres a mamá?

– Sí…

– Pues vas a necesitar comerte las judías para eso.

El niño miró de nuevo la comida y empezó a comer de forma mecánica, sin demasiado ánimo, pero sin hacer pausa alguna. Mientras, el sonido de las muletas por el pasillo delataba la llegada de su madre. Cuando por fin llegó a la cocina, se sentó en un taburete de forma que su pierna escayolada descansase en el travesaño de este.

Se quedó mirándolo embelesada, hasta que terminó de comer y levantó la mirada.

– ¿Puedo comerme una natilla?

– Claro que sí, mi niño, que ya estás hecho un hombre que se come todas sus judías. Y, si quieres, puedes comértelas viendo los dibus.

El joven Miguelito tomó las natillas de la nevera, una cucharilla del cajón y salió disparado al salón tras dedicar una breve mirada a su padre y darle un abrazo a su madre.

– Y yo te decía que no, Julián, pero al final tenías razón, que con no presionarlo se iba a comer las judías.

– Bueno, igual lo he presionado un poquillo, pero no se lo tengas en cuenta.

Marta sufrió un leve escalofrío justo antes de que sonase el teléfono.

– Hola, Lidia… Sí, muy bien… Lo lleva bien, acaba de comer como un campeón… Al principio no, pero ahora, como que lo ha aceptado y se le ve muchísimo más animado… ¿Yo?, ojalá pudiera decir lo mismo, es como si aún siguiera aquí…

– Sigo aquí, mi vida, sigo aquí. – Dijo Julián, con una voz que ella no podía oír.

– Y ese es el problema, que sigues aquí.

Julián se giró bruscamente para encontrarse a su lado a una mujer joven, de no más de veinticinco años y no especialmente atractiva, que le sonreía en actitud maternal. Ya la había visto antes, cada vez que venía, le decía que debía irse con ella. Aún a falta de capa y guadaña, parecía una visión de la Muerte muy tenaz y convincente.

– Puedo cuidar de ella, educar a mi hijo…

– No puedes, puedes despedirte de tu hijo, porque él ve más que los demás, pero tu presencia no le servirá de nada. Y mírala a ella…

Julián miró a su esposa, angustiada y dolida. No la había mirado mucho desde que había regresado, le dolía mirarla, y se dio cuenta. Él había vuelto un mes después del accidente y eso había animado a su hijo, pero en su mujer tenía el efecto contrario. El tiempo había empezado a sanar sus heridas, pero su presencia, percibida como una sombra en una esquina de su conocimiento del mundo, había vuelto a abrirlas con violencia.

– ¿Qué hago?

– Lo que más desees.

Con una lágrima que era parte de su alma, se desvaneció mientras besaba a su amada.

Manos y pies (I)

Marisa entró en el viejo edificio de apartamentos. Un cajón en el que se metía aquellas personas cuyo aspecto pobre ofendía a los gentiles señores que se lucraban con el sufrimiento de la ciudad de Alterna.

Se paró al pie de la escalera, cuya barandilla había conocido días mejores, sus grandes ojos marrones, siempre hambrientos de detalles, recorrieron rápidamente la planta baja. Con la tenue iluminación que la rodeaba, podía ver fácilmente la luz filtrándose por debajo de las puertas, rodeando los pies de aquellos que estaban plantados tras las mirillas, de las que no salía luz alguna.

Todos intentaban mirar qué ocurría, todos querían saber, pero sin acercarse demasiado. Querían conocer, pero siempre tras la falsa seguridad de sus ajadas puertas, con cerrojos simples y pasadores que no resistirían una patada. Pero tampoco necesitaban más, no es que nadie quisiese dar una patada a aquellas roídas tablas de madera que protegían una intimidad poco íntegra, por existir entre paredes finas que dejaban pasar el sonido como lo haría una hoja de papel. Dentro de aquellas casas no había riquezas que robar, allí solo había historias tristes de gente que, aunque no había tocado fondo, pues el fondo en Alterna quedaba mucho más abajo, no veían que pudiesen volver a nadar hacia la superficie.

Subió varios tramos y encontró a un agente de prácticas intentando, con bastante poco grado de éxito, mantener la compostura tras haber, probablemente, vomitado en la escena del crimen. Bajaba casi dando tumbos, pasando la mano por la barandilla, pero sin llegar a apoyarse, y había hecho una breve parada en un rellano. La excelente memoria de Marisa buscó el momento en el que había leído la lista de nuevos agentes hacía dos semanas.

− Santana, ¿te encuentras bien?

El joven agente la miró, aturdido. Tardó un segundo en evaluar la situación y, cuando identificó a Marisa, se irguió, juntó sus tacones y puso los dedos de las manos rectos, haciendo el leve ademán de levantar la derecha. «Pasado militar», pensó la veterana investigadora.

− Eh… sí, inspectora Martínez, sólo necesitaba alejarme un poco de la escena, el ambiente estaba un poco cargado.

− Entiendo… ¿es el primer cadáver que ves?

− No, señor… señora, es sólo que…

La inspectora estaba bajo aviso, las mutilaciones del cadáver eran similares a otro que habían encontrado hacía algo más de una semana, solo que más grotescas. Curtida, y con una justificada imagen de «mujer de hielo» frente a lo escabroso, la escena anterior había sido turbadora para ella, para un novato, debía haber sido como una puñalada en el alma. Marisa Martínez no era conocida por su empatía, aunque tampoco carecía de ella y, junto a sus habilidades deductivas, sabía lo que pensaba el agente en prácticas como si lo estuviese leyendo en un cartel luminoso.

− Muchacho, es totalmente normal que ver un apuñalamiento te revuelva el estómago la primera vez, y lo de ahí arriba, dudo que se parezca en nada a un apuñalamiento. Que ni se te pase por la cabeza que no vales para esto por algo así, es todo cosa de acostumbrarse.

− Sí, supongo que sí…

Subió varios escalones y se giró para decir una última cosa.

− Santana, que algo así no te descarte, tampoco significa que sí que valgas para esto. Te doy un consejo que no viene de la experiencia por cuestiones biológicas: échale cojones.

El joven levantó la mirada y se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. Marisa no era considerada una mujer de apariencia notable en ningún sentido. De proporciones equilibradas, con caderas no demasiado anchas y busto no excesivamente generoso, no tenía el efecto de atraer las miradas al pasar. Tampoco vestía de forma llamativa: con unos vaqueros ligeramente holgados, una camisa de color negro bajo una chaqueta de piel carmesí. Tenía un cabello castaño ligeramente rizado que le caía corto apenas bajando de la línea de los hombros, y que parecía no meterse delante de su cara sin la ayuda de pinza, coleta u otra sujeción. Sólo en su cara había algún elemento que llamaba la atención, con unos ojos marrones que parecían querer salirse de su rostro ovalado, los cuales reinaban sobre unas mejillas redondeadas y ligeramente prominentes, que lucían unas pocas pecas que no la aniñaban por quedar eclipsada por aquellos globos oculares. Entre ellas, había una nariz recta con unas pocas pecas a juego con las de las mejillas. Debajo, una boca de labios que no llegaban a ser suculentos por poco, pero que se antojaban finos en comparación con el resto de su cara, esperaba entreabierta a la reacción de su observador.

Aún no siendo exhuberante, ni estando dotada de una belleza cándida, la imagen de la inspectora se le antojó distante y poderosa al agente en prácticas. En aquel momento, decidió que sería mejor. No porque se hubiese enamorado de aquella imagen de fuerza, ni porque se hubiese apoderado de él un pueril ansia de impresionarla, sino porque había visto en ella hasta dónde se podía llegar, y él quería estar allí.

Marisa subió los dos tramos de escaleras que faltaban y saludó asintiendo levemente a los agentes que había fuera, en el interior encontró a su compañero, Antonio Déniz, que también parecía algo pálido.

− Martínez, ¿has cenado? − La inspectora sonrió levemente, si algo le gustaba de su nuevo compañero, es que compartía su desapego por las formalidades del saludo.

− No…

− Estupendo, te alegrarás de no haberlo hecho. − Dijo, señalando al dormitorio, en el que se veían destellos de cámaras y cuyo interior no quedaba visible por el ángulo de la puerta.

Caminó en la dirección que le habían señalado y contempló la escena. Tardó unos segundos en entender lo que estaba viendo, y se alegró de no haber comido.

Encima de una cama compuesta por un somier, un colchón y una sábana, en una habitación de paredes blancas y sin más mobiliario, escoltada a cada lado por agentes de la científica, había algo que no se podía identificar como un cuerpo de mujer sólo con una observación rápida.

El cadáver yacía tendido boca arriba con brazos y piernas terminando abruptamente en muñones desgarrados, con el hueso al descubierto. Poco antes del corte, se podían ver las marcas de unos fuertes y anchos torniquetes, que seguramente la habían mantenido con vida durante todo el proceso de amputación. Sin embargo, debajo de cada extremidad había un círculo de sangre, signo de que se los había quitado en algún momento, provocando que se desangrase.

Sus pechos estaban amoratados e hinchados en los puntos en los que unos dedos los habían estrujado con una fuerza que sólo podía tener como propósito inflingir daño.

En cuanto a su rostro, únicamente podía ser llamado así por su posición relativa al resto del cuerpo: Había sido apuñalado en incontables ocasiones, dejándolo absolutamente irreconocible.

Finalmente, la atención de la inspectora se desvió hacia el sexo de la víctima, del que salía un fuerte olor a lejía y que lucía unos desgarros que provocaron en ella una empatía similar a la que parecían sentir los hombres cuando otro era golpeado en la entrepierna.

− Encaja en mucho con el último caso, sólo que aquí hay desgarros en la vagina, y las amputaciones son post-mortem. − Dijo Antonio, que había entrado y se había puesto a su lado.

− ¿Dudas de que sea el mismo?

− Sí, hay grandes diferencias, como los torniquetes, y las puñaladas en la cara fueron sin saña, además de la violación, claro, a la anterior no la penetró. Y también están las amputaciones, son más limpias.

− ¿Hay algún resto de semen?

− Ninguno que hayamos visto.

Marisa miró los senos de la víctima, las marcas eran de ambas manos. Empezó a pensar en otra hipótesis, mientras desgranaba la de su compañero.

− Crees que es otro asesino, pero no crees que sea un imitador.

El inspector Déniz exhaló para después sonreír, tenían una pequeña broma en la que uno intentaba adivinar lo que pensaba el otro, como de costumbre, había perdido.

− No, creo que este asesino vio en las noticias la foto que se filtró del primer asesinato, y le excitó tanto, que decidió recrearlo. El cuidado que ha puesto en las… − En ese momento, los ojos de Marisa le lanzaron una mirada fulminante, y no hizo falta que dijese nada. Con un gesto, ordenó a los agentes de la científica que se quedasen quietos y callados.

A veces, cuando tenía suficiente información, la inspectora se ausentaba unos segundos, en los que desarrollaba una hipótesis viable para la situación, e intentaba, como si quisiese estar equivocada, contradecirse. Si no lo conseguía, permitía que su compañero intentase echarla abajo y, si él tampoco podía, la tomaban como hipótesis de partida.

− Creo que hemos complicado demasiado nuestro enfoque del caso. − Dijo, al fin.

− ¿Qué quieres decir?

− Hemos tomado la amputación como un signo de poder, un gesto que hace el asesino para tener control absoluto de la víctima.

− ¿Y qué otra cosa puede ser?, un trofeo no, las dos manos y las dos piernas no se convierten en un trofeo en un primer asesinato, es demasiado complejo cortar cuatro miembros, más si es impulsivo, no es coherente.

− Un fetiche. Tan simple como eso.

− ¿Le gustan las manos y los pies?

− La anterior víctima tenía unas manos y pies bonitos, lo sabemos por las fotografías.

− De que te gusten a que quieras cortarlos…

− Paredes finas.

− ¿Qué?

− A la anterior víctima la mató apuñalándola en la cara, la primera cuchillada se la dio entre las cejas, la mató de golpe, no tuvo tiempo de gritar, pero esta… con apenas alzar la voz todo el bloque se habría enterado.

− Podría haberla amordazado…

− Y eso hizo, pero no hay heridas defensivas que veamos, estaba atada.

− Y no pudo traerla atada. Vino voluntariamente… y se dejó atar.

− Te diré lo que creo, y dime si te suena absurdo.

»Nuestro hombre tiene un fetiche, le gustan los pies y las manos, pero es tímido, cohibido. Afortunadamente, encuentra algún foro de fetichismos, un punto de encuentro para personas con intereses sexuales fuera de lo común. Sin embargo, no encuentra a nadie en su zona que comparta su gusto, así que decide ser flexible.

»Encuentra una chica a la que le gusta el sadomasoquismo, queda con ella y se ponen manos a la obra. Pero nuestro amigo no tiene interés en la penetración, y ahí viene el problema: Nuestra chica, ni corta ni perezosa, se ríe de nuestro hombre cuando el soldado decide no ponerse en pie.

»Pero nuestro asesino no es como ella, no ha explorado nunca su sexualidad, se ha criado en un hogar con una moral estricta y, dado lo ofensivo de su burla, para él supone un ultraje. Siendo una persona que ha reprimido sus emociones toda su vida, aquello le sobrepasa, toma un cuchillo y la mata. De ahí las puñaladas en la cara aunque no la conozca, es algo personal.

»Pero entonces ocurre, tantas emociones disparadas y la adrenalina combinadas le provocan una erección, y él confunde eso con excitación, lo confunde tanto, que decide llevarse lo único que le gustaba de aquella mujer que se rió de él. De ahí las mutilaciones mal hechas: No tenía herramientas adecuadas.

− ¿Y dónde encaja la segunda víctima?

− En el tiempo, los fetiches que tomó de su primera víctima ya deben estar descompuestos, así que planeó conseguir más. Pero no es un psicótico, como pensábamos, está conectado a la realidad, y ha sido cuidadoso.

− Es sólido, eso que dices, pero incoherente con las puñaladas en la cara…

− Tú lo has dicho, puñaladas sin saña, pero más que eso, son por TODA la cara. Especialmente en las mejillas.

− ¿A dónde quieres llegar con eso?

− Una mordaza de sadomasoquismo, con una bola en la boca. Si se ajusta una de esas, no hay forma de gritar. Seguramente le cortó la cara para cubrir las marcas. Además, están los torniquetes, creo que eran, más bien, ataduras de cuero, seguramente a las patas de la cama.

− ¿Y la penetración?

− Una respuesta natural y una venganza. Esta vez lo hizo «bien» y la excitación vino con la víctima aún viva, así que hizo lo que no pudo la primera vez. Aunque creo que eso no lo tenía planeado, de ahí la lejía. Seguramente la chica se desmayó mientras estaba dentro de ella, y no terminó. Sin embargo, quiso cubrir sus huellas y usó la lejía para no dejar rastro genético.

− Pues con eso la lleva clara. − Dijo uno de los de la científica.

− ¿Puedes encontrar muestras? − Preguntó Antonio.

− Si cree que la penetró sin preservativo, hay muchas opciones de que encontremos algo de fluido preseminal conservado en la mucosa de la vagina.

− Déniz…

− Dime.

− Vamos a coger a ese hijo de puta.

Pasar desapercibido es primordial en el oficio

Terminó el mantenimiento del arma, limpieza, montaje y varios disparos de prueba en la galería de tiro que tenía en el sótano. Era una pequeña Beretta Bobcat 21A, un arma que algún colega de profesión había definido como «poco adecuada». Desde luego, no es el tipo de pistola que elegiría para un tiroteo pero, desde que la había empezado a usar, no había tenido ningún tiroteo.

Se sentó frente a su ordenador y volvió a abrir el archivo cifrado con los datos del objetivo. Confirmó que recordaba todo lo que había que recordar.

Después comprobó el plano, también contenido en un fichero cifrado, del edificio donde tendría lugar la fiesta. Conocía cada ruta de salida y cada puerta que le encerraría en una ratonera. También tenía una motocicleta aparcada en un lugar apropiado para escapar. Sigue leyendo