Marisa entró en el viejo edificio de apartamentos. Un cajón en el que se metía aquellas personas cuyo aspecto pobre ofendía a los gentiles señores que se lucraban con el sufrimiento de la ciudad de Alterna.
Se paró al pie de la escalera, cuya barandilla había conocido días mejores, sus grandes ojos marrones, siempre hambrientos de detalles, recorrieron rápidamente la planta baja. Con la tenue iluminación que la rodeaba, podía ver fácilmente la luz filtrándose por debajo de las puertas, rodeando los pies de aquellos que estaban plantados tras las mirillas, de las que no salía luz alguna.
Todos intentaban mirar qué ocurría, todos querían saber, pero sin acercarse demasiado. Querían conocer, pero siempre tras la falsa seguridad de sus ajadas puertas, con cerrojos simples y pasadores que no resistirían una patada. Pero tampoco necesitaban más, no es que nadie quisiese dar una patada a aquellas roídas tablas de madera que protegían una intimidad poco íntegra, por existir entre paredes finas que dejaban pasar el sonido como lo haría una hoja de papel. Dentro de aquellas casas no había riquezas que robar, allí solo había historias tristes de gente que, aunque no había tocado fondo, pues el fondo en Alterna quedaba mucho más abajo, no veían que pudiesen volver a nadar hacia la superficie.
Subió varios tramos y encontró a un agente de prácticas intentando, con bastante poco grado de éxito, mantener la compostura tras haber, probablemente, vomitado en la escena del crimen. Bajaba casi dando tumbos, pasando la mano por la barandilla, pero sin llegar a apoyarse, y había hecho una breve parada en un rellano. La excelente memoria de Marisa buscó el momento en el que había leído la lista de nuevos agentes hacía dos semanas.
− Santana, ¿te encuentras bien?
El joven agente la miró, aturdido. Tardó un segundo en evaluar la situación y, cuando identificó a Marisa, se irguió, juntó sus tacones y puso los dedos de las manos rectos, haciendo el leve ademán de levantar la derecha. «Pasado militar», pensó la veterana investigadora.
− Eh… sí, inspectora Martínez, sólo necesitaba alejarme un poco de la escena, el ambiente estaba un poco cargado.
− Entiendo… ¿es el primer cadáver que ves?
− No, señor… señora, es sólo que…
La inspectora estaba bajo aviso, las mutilaciones del cadáver eran similares a otro que habían encontrado hacía algo más de una semana, solo que más grotescas. Curtida, y con una justificada imagen de «mujer de hielo» frente a lo escabroso, la escena anterior había sido turbadora para ella, para un novato, debía haber sido como una puñalada en el alma. Marisa Martínez no era conocida por su empatía, aunque tampoco carecía de ella y, junto a sus habilidades deductivas, sabía lo que pensaba el agente en prácticas como si lo estuviese leyendo en un cartel luminoso.
− Muchacho, es totalmente normal que ver un apuñalamiento te revuelva el estómago la primera vez, y lo de ahí arriba, dudo que se parezca en nada a un apuñalamiento. Que ni se te pase por la cabeza que no vales para esto por algo así, es todo cosa de acostumbrarse.
− Sí, supongo que sí…
Subió varios escalones y se giró para decir una última cosa.
− Santana, que algo así no te descarte, tampoco significa que sí que valgas para esto. Te doy un consejo que no viene de la experiencia por cuestiones biológicas: échale cojones.
El joven levantó la mirada y se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. Marisa no era considerada una mujer de apariencia notable en ningún sentido. De proporciones equilibradas, con caderas no demasiado anchas y busto no excesivamente generoso, no tenía el efecto de atraer las miradas al pasar. Tampoco vestía de forma llamativa: con unos vaqueros ligeramente holgados, una camisa de color negro bajo una chaqueta de piel carmesí. Tenía un cabello castaño ligeramente rizado que le caía corto apenas bajando de la línea de los hombros, y que parecía no meterse delante de su cara sin la ayuda de pinza, coleta u otra sujeción. Sólo en su cara había algún elemento que llamaba la atención, con unos ojos marrones que parecían querer salirse de su rostro ovalado, los cuales reinaban sobre unas mejillas redondeadas y ligeramente prominentes, que lucían unas pocas pecas que no la aniñaban por quedar eclipsada por aquellos globos oculares. Entre ellas, había una nariz recta con unas pocas pecas a juego con las de las mejillas. Debajo, una boca de labios que no llegaban a ser suculentos por poco, pero que se antojaban finos en comparación con el resto de su cara, esperaba entreabierta a la reacción de su observador.
Aún no siendo exhuberante, ni estando dotada de una belleza cándida, la imagen de la inspectora se le antojó distante y poderosa al agente en prácticas. En aquel momento, decidió que sería mejor. No porque se hubiese enamorado de aquella imagen de fuerza, ni porque se hubiese apoderado de él un pueril ansia de impresionarla, sino porque había visto en ella hasta dónde se podía llegar, y él quería estar allí.
Marisa subió los dos tramos de escaleras que faltaban y saludó asintiendo levemente a los agentes que había fuera, en el interior encontró a su compañero, Antonio Déniz, que también parecía algo pálido.
− Martínez, ¿has cenado? − La inspectora sonrió levemente, si algo le gustaba de su nuevo compañero, es que compartía su desapego por las formalidades del saludo.
− No…
− Estupendo, te alegrarás de no haberlo hecho. − Dijo, señalando al dormitorio, en el que se veían destellos de cámaras y cuyo interior no quedaba visible por el ángulo de la puerta.
Caminó en la dirección que le habían señalado y contempló la escena. Tardó unos segundos en entender lo que estaba viendo, y se alegró de no haber comido.
Encima de una cama compuesta por un somier, un colchón y una sábana, en una habitación de paredes blancas y sin más mobiliario, escoltada a cada lado por agentes de la científica, había algo que no se podía identificar como un cuerpo de mujer sólo con una observación rápida.
El cadáver yacía tendido boca arriba con brazos y piernas terminando abruptamente en muñones desgarrados, con el hueso al descubierto. Poco antes del corte, se podían ver las marcas de unos fuertes y anchos torniquetes, que seguramente la habían mantenido con vida durante todo el proceso de amputación. Sin embargo, debajo de cada extremidad había un círculo de sangre, signo de que se los había quitado en algún momento, provocando que se desangrase.
Sus pechos estaban amoratados e hinchados en los puntos en los que unos dedos los habían estrujado con una fuerza que sólo podía tener como propósito inflingir daño.
En cuanto a su rostro, únicamente podía ser llamado así por su posición relativa al resto del cuerpo: Había sido apuñalado en incontables ocasiones, dejándolo absolutamente irreconocible.
Finalmente, la atención de la inspectora se desvió hacia el sexo de la víctima, del que salía un fuerte olor a lejía y que lucía unos desgarros que provocaron en ella una empatía similar a la que parecían sentir los hombres cuando otro era golpeado en la entrepierna.
− Encaja en mucho con el último caso, sólo que aquí hay desgarros en la vagina, y las amputaciones son post-mortem. − Dijo Antonio, que había entrado y se había puesto a su lado.
− ¿Dudas de que sea el mismo?
− Sí, hay grandes diferencias, como los torniquetes, y las puñaladas en la cara fueron sin saña, además de la violación, claro, a la anterior no la penetró. Y también están las amputaciones, son más limpias.
− ¿Hay algún resto de semen?
− Ninguno que hayamos visto.
Marisa miró los senos de la víctima, las marcas eran de ambas manos. Empezó a pensar en otra hipótesis, mientras desgranaba la de su compañero.
− Crees que es otro asesino, pero no crees que sea un imitador.
El inspector Déniz exhaló para después sonreír, tenían una pequeña broma en la que uno intentaba adivinar lo que pensaba el otro, como de costumbre, había perdido.
− No, creo que este asesino vio en las noticias la foto que se filtró del primer asesinato, y le excitó tanto, que decidió recrearlo. El cuidado que ha puesto en las… − En ese momento, los ojos de Marisa le lanzaron una mirada fulminante, y no hizo falta que dijese nada. Con un gesto, ordenó a los agentes de la científica que se quedasen quietos y callados.
A veces, cuando tenía suficiente información, la inspectora se ausentaba unos segundos, en los que desarrollaba una hipótesis viable para la situación, e intentaba, como si quisiese estar equivocada, contradecirse. Si no lo conseguía, permitía que su compañero intentase echarla abajo y, si él tampoco podía, la tomaban como hipótesis de partida.
− Creo que hemos complicado demasiado nuestro enfoque del caso. − Dijo, al fin.
− ¿Qué quieres decir?
− Hemos tomado la amputación como un signo de poder, un gesto que hace el asesino para tener control absoluto de la víctima.
− ¿Y qué otra cosa puede ser?, un trofeo no, las dos manos y las dos piernas no se convierten en un trofeo en un primer asesinato, es demasiado complejo cortar cuatro miembros, más si es impulsivo, no es coherente.
− Un fetiche. Tan simple como eso.
− ¿Le gustan las manos y los pies?
− La anterior víctima tenía unas manos y pies bonitos, lo sabemos por las fotografías.
− De que te gusten a que quieras cortarlos…
− Paredes finas.
− ¿Qué?
− A la anterior víctima la mató apuñalándola en la cara, la primera cuchillada se la dio entre las cejas, la mató de golpe, no tuvo tiempo de gritar, pero esta… con apenas alzar la voz todo el bloque se habría enterado.
− Podría haberla amordazado…
− Y eso hizo, pero no hay heridas defensivas que veamos, estaba atada.
− Y no pudo traerla atada. Vino voluntariamente… y se dejó atar.
− Te diré lo que creo, y dime si te suena absurdo.
»Nuestro hombre tiene un fetiche, le gustan los pies y las manos, pero es tímido, cohibido. Afortunadamente, encuentra algún foro de fetichismos, un punto de encuentro para personas con intereses sexuales fuera de lo común. Sin embargo, no encuentra a nadie en su zona que comparta su gusto, así que decide ser flexible.
»Encuentra una chica a la que le gusta el sadomasoquismo, queda con ella y se ponen manos a la obra. Pero nuestro amigo no tiene interés en la penetración, y ahí viene el problema: Nuestra chica, ni corta ni perezosa, se ríe de nuestro hombre cuando el soldado decide no ponerse en pie.
»Pero nuestro asesino no es como ella, no ha explorado nunca su sexualidad, se ha criado en un hogar con una moral estricta y, dado lo ofensivo de su burla, para él supone un ultraje. Siendo una persona que ha reprimido sus emociones toda su vida, aquello le sobrepasa, toma un cuchillo y la mata. De ahí las puñaladas en la cara aunque no la conozca, es algo personal.
»Pero entonces ocurre, tantas emociones disparadas y la adrenalina combinadas le provocan una erección, y él confunde eso con excitación, lo confunde tanto, que decide llevarse lo único que le gustaba de aquella mujer que se rió de él. De ahí las mutilaciones mal hechas: No tenía herramientas adecuadas.
− ¿Y dónde encaja la segunda víctima?
− En el tiempo, los fetiches que tomó de su primera víctima ya deben estar descompuestos, así que planeó conseguir más. Pero no es un psicótico, como pensábamos, está conectado a la realidad, y ha sido cuidadoso.
− Es sólido, eso que dices, pero incoherente con las puñaladas en la cara…
− Tú lo has dicho, puñaladas sin saña, pero más que eso, son por TODA la cara. Especialmente en las mejillas.
− ¿A dónde quieres llegar con eso?
− Una mordaza de sadomasoquismo, con una bola en la boca. Si se ajusta una de esas, no hay forma de gritar. Seguramente le cortó la cara para cubrir las marcas. Además, están los torniquetes, creo que eran, más bien, ataduras de cuero, seguramente a las patas de la cama.
− ¿Y la penetración?
− Una respuesta natural y una venganza. Esta vez lo hizo «bien» y la excitación vino con la víctima aún viva, así que hizo lo que no pudo la primera vez. Aunque creo que eso no lo tenía planeado, de ahí la lejía. Seguramente la chica se desmayó mientras estaba dentro de ella, y no terminó. Sin embargo, quiso cubrir sus huellas y usó la lejía para no dejar rastro genético.
− Pues con eso la lleva clara. − Dijo uno de los de la científica.
− ¿Puedes encontrar muestras? − Preguntó Antonio.
− Si cree que la penetró sin preservativo, hay muchas opciones de que encontremos algo de fluido preseminal conservado en la mucosa de la vagina.
− Déniz…
− Dime.
− Vamos a coger a ese hijo de puta.