El novio del burdel

Se tomó una décima de segundo para reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir. Pudo hacerlo por dos motivos: volvía a tener suficiente riego sanguíneo en el cerebro; y no disponía de más tiempo.

Había ido al burdel de Matilda porque le habían hablado muy bien de él. Las chicas eran limpias, educadas y jóvenes, pero no demasiado. Le habían dicho que la dueña (detestaba que la llamasen «madame», y le habían avisado de ello), era una mujer de algo más de cuarenta (probablemente unos quince, pero nadie había tenido el coraje de preguntarlo) que había ejercido el oficio más viejo del mundo desde muy joven y que, de hecho, seguía ejerciendo con algunos clientes especiales. Por ello, su local tenía sólo a muchachas que estaban allí por voluntad propia y se aseguraba de que no les pasase nada.

– Bastante es que tu trabajo sea ser puta, como para que, además, tu trabajo sea una putada. – Se le había oído decir en varias ocasiones.

Y, seguramente, ese había sido su fallo. Haber ido a un lugar donde las chicas estaban porque querían estar. Porque una persona desesperada hace lo que le pidan. Quien sabe que tiene opciones, puede permitirse no ceder en ciertos puntos. Y la chica no había querido ceder en lo que él quería.

Era consciente de que era algo raro. De hecho, ninguna mujer a la que no estuviese pagando había aceptado hacerlo. Sin embargo, aquella chica se había negado, incluso después de ofrecerle más dinero, así que se había puesto un poco desagradable con ella, o eso creía. Ahora que pensaba en ello, se había puesto algo más que desagradable, casi violento. La chica había gritado y apenas habían pasado unos segundos cuando oyó el sonido de la puerta de la habitación al abrise. Se giró y sólo pudo ver un enorme puño eclipsando toda su visión, el cual, tardó en golpearle la décima de segundo que había consumido en pensar cómo había acabado así. Sigue leyendo